lunes, 5 de marzo de 2012

El primer paso.

Hace tiempo que pienso en iniciar este camino. Siempre por falta de tiempo o por exceso de tristeza lo fui posponiendo ... hoy la lluvia y el profundo cansancio que me llena el corazón y la mente me guiaron hasta la computadora. Y acá estoy, sin saber muy bien por dónde empezar. Por el principio, dirá alguien práctico, y tendrá razón. Bueno entonces, mi nombre es Laura, hace dieciocho años comparto un proyecto de vida con Eduardo, con quien formamos una familia hermosa y muy sólida. Y hace tres años y medio lucho junto a él contra el cáncer, que se instaló en su cuerpo y se expandió como una sombra negra a toda la familia, quemandonos el alma, oscureciendolo todo, cambiandolo todo. 
Un día, a fines de agosto de 1994, estaba trabajando (en la caja de una maderera) y lo vi. Se acercó con esos ojos oscurísimos y la sonrisa insegura de quien sufrió mucho. Cuando quiero evocar ese instante, cierro los ojos, el corazón se estremece y una veta de alegría se me instala en la boca. Era fletero, y empezó a venir seguido para un cliente. A los pocos días, sin saber siquiera mi nombre, me invitó a tomar algo. Dije que si. Después pensé. Yo tenía veintitrés años y un noviecito de mi edad que cursaba conmigo la facultad, este hombre con quien iba a salir de noche era mayor que yo (no sabía cuánto, después supe que tenía treinta y cuatro) y también era un perfecto desconocido. Pero ninguna razón, por lógica que fuera, me pudo detener. Lo esperé, salimos, charlamos y, a la vuelta, después de la caricia más suave que me hayan regalado jamás, llegó el beso. No daré más detalles, sólo voy a decir que a la semana exacta de ese beso dejé la casa de mi padre, dejé todo lo que tenía allí, hice un bolsito con ropa y mis libros más preciados y me fui con él. Y ya nunca nos separamos. Nunca.
Emprendimos un camino, que, más o menos como para todos, tuvo dificultades y grandes logros. Mi padre, después de no hablarme por casi dos años, cedió ante los ojos miel y dulzura de Camila, nuestra primera hija. Y más tarde nos ayudó para que pudieramos comprar una casita: ya había llegado Lucas, y todos los espacios eran chicos. Ya instalados en Floresta llegó Santiago y todo cerró como un círculo perfecto. Llevabamos una vida normal, siempre en familia, de trabajo, de estudio, de deporte. Sin mayores sobresaltos. 
Hasta 2008. Empezó como un resfrío fuerte que obligó a Eduardo a pasar el día del padre en cama. La fiebre no cedía y fuimos a la guardia del Bancario. Ese fue el primer paso de este camino tan espinoso: Eduardo tosía mucho y tenía muchísima fiebre, sin sacarle siquiera una placa, le recetaron un antibiótico y ...¡que pase el que sigue!
A los tres o cuatro días, lejos de mejorar, la fiebre subía sin que nada pudiera pararla. Llamamos al SAME, cuyo médico nos derivó al Hospital Vélez Sársfield: ahí, después de una espera de tres horas y una radiografía, supimos que era neumonía. Bueno, era grave, pero no tanto, no? Cambio de medicación y control, ya que se veía un derrame feo en el pulmón izquierdo sin que se pudiera determinar si era previo a la neumonía o a consecuencia de ella. Todo parecía mejorar, excepto por la abrupta pérdida de peso. Será la convalescencia, pensamos con el optimismo que quien nunca se enferma.
Al cabo de tres semanas visitamos al médico de una prepaga, para iniciar el control. Con la tomografía en la mano, y en la seria sospecha de que se trataba de algo más serio (tiempo después me dí cuenta) nos dió el consejo más sabio que jamás recibimos: que fuéramos a un Hospital Álvarez, porque la prepaga nos iba a sacar plata y tiempo y no nos daría solución, en cambio, el hospital público, tenía más recurso profesional para ayudarnos.
Y ahí fuimos, encomendados a la consulta, con el jefe del Servicio de Neumotisiología.